Todo comenzó hace setenta años. Cuando mi madre por esos trabajos de mi padre, me parió en tierra misionera. Tierra colorada, selvática y con la belleza inverosímil de las Cataratas de Iguazú.
Nací y lloré como cualquier bebé de este mundo. Nací, crecí, aprendí palabras y a caminar y por tres años, vivimos en Misiones.
Qué podía saber del gran maestro del cuento breve, Horacio Quiroga, que ya había escrito sus mejores cuentos cerca de la casa donde nací: pues nada. Ni siquiera mucho después, en mi casa eran muy lectores, pero no fue Horacio uno de los favoritos. Así que lo descubrí casi sola, por algún cuento en clase de literatura, y comencé a buscar sus textos. Amé a Horacio. Su pesadumbre, sus protagonistas muertos, sus delirios y la sombra de la selva que lo perseguía.
No me hice experta en Horacio. Por azar del destino me fui a vivir, aún hoy, a su ciudad natal. Y para más cercanía: hace unos quince años vivo a pocos metros de la casa familiar que es hoy un museo con su nombre.
Cruce en el camino y en otro tiempo. Sólo puedo decir que para mi felicidad puedo leerlo y él, jamás me leyó. Tal vez es mejor así.
Hoy, visitando nuevamente la tierra misionera, miro por la ventanilla la majestuosidad del paisaje y lo entiendo más que nunca. Si esta exuberancia, este verdor que son mil verdes, si este sonido inquebrantable de agua que corre, me enloquece a mí: cómo no a su alma, a su genio, a su escritura, a sus cuentos?
Te entiendo, Horacio. Incluso creo entender que no te quedaras en la capital, que te aburriera Paris, que no te hayas quedado en tu Salto natal. Porque esto mueve la adrenalina, sacude los nervios, relaja el consciente y lo urbano, es paz pero con exuberancia, es selva, sudor, agua que no se detiene, animales que se deslizan y silencio con sombras llanas.
Cómo no entenderte Horacio. Desde que nací he regresado cuatro veces, no me canso, quiero que el Universo me lo permita diez veces más.
He estado pensando, la delirante selva lo permite, si nos hubiéramos cruzado en el mismo tiempo y el mismo espacio. Te hubiera admirado tanto? Podríamos haber compartido algún cuento para niños? Me hubiera atrapado tu figura delgada y desgarbada? Cuántos años menos que tú tendría que haber tenido yo para que te dignaras a mirarme?
Hubiera podido entenderte hombre amante de la selva misionera, podría haberte escuchado, tal vez. En estos momentos mágicos que miro el Paraná y recuerdo tu hombre a la deriva, inyectado por un veneno letal, me da por pensar que estamos todos en esa canoa. A la deriva y envenenados, delirando y siendo un poco felices con recuerdos, antes de entregarnos a la muerte.
Querido Horacio, estoy pisando algo que hoy ni se parece al paisaje de tus relatos, está tan urbanizado, estarías aún más triste. Ni siquiera se parece al que mis padres habitaron y donde nací, pero es Misiones. Se puede aún oler algo de selva, divisar coatíes, monos, tucanes… se ve el Paraná bravío y las majestuosas cataratas. Aún hay algo de delirio maestro. Mucho de locura y oculto el amor, esperando y esperando, la muerte lenta.
Me voy a ir sabiendo que quizás sea la última vez que venga pero en este viaje, más que en ningún otro, tu insana pasión literaria me trajo recuerdos y tu magia.
Gracias por tu legado.
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